Cuenta Benedicto XVI que en su época de docente universitario, una vez al semestre había un “dies academicus” en el que los profesores de todas las facultades se presentaban ante los estudiantes de la universidad, haciendo posible así una experiencia de Universitas. Esto es, la experiencia de que pese a todas las especializaciones que a veces nos impiden comunicarnos entre nosotros, “formamos un todo y trabajamos en el todo de la única razón con sus diferentes dimensiones”.
Aquello que es origen y esencia de la universidad –la síntesis de saberes para conocer la verdad– en ocasiones se ha remarcado para que no cayera en el olvido, pero tantas otras veces también se ha descuidado. Sin embargo, la razón abierta hoy se suscita con naturalidad. Todas las ciencias miran juntas hacia un problema común: el Covid-19 y resulta todavía más evidente que el diálogo es necesario para el bien del hombre.
Además, este momento requiere apertura, el desempeño de la propia profesión no solo nos solicita hacernos preguntas sobre cuestiones “que exceden nuestro campo”, sino que manifiesta también la necesidad de que la Universidad ofrezca una formación integral capaz de mostrar que el hombre no es solo inteligencia sino que es “unidad de todas sus facultades y dimensiones”.
Como sucedía en el tiempo de su constitución, junto a estas premisas, el papel la Universidad es el de participar y guiar la reflexión sobre las necesidades urgentes del resto de la sociedad y “ser principio promotor”. La circunstancia nos recuerda que la Universidad no es una institución anacrónica, reducida a la generación de títulos o a la formación técnica y profesional. La Universidad tiene una manera muy propia de servir a la sociedad, la de ser un instrumento rector que oriente e intervenga en la actualidad, como defendía Ortega. El papel de la Universidad no es solo el de ser para los estudiantes, sino el de estar presente “en medio de la vida” tratando los grandes temas desde su atalaya, lugar de reunión e intercambio.
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